La calle decadente

«No sé por qué acepté», pensaba Juana camino del bar. «Con lo bien que estaba yo en mi casa. Que no sé decir que no, ya está. Y eso que me había obligado a descansar hoy, pero, oye, me llama la Merce y enseguida digo que sí. Es que, claro, no la veo desde hace tiempo y quiero que me cuente cómo le va, pero bien podía haberme llamado a la hora del café, digo yo. Y mira que le he dicho que fuese a mi casa, pero que no, que quiere quedar, precisamente, en este bar. ‘El de la Ciudad Vieja, el de siempre, ¿te acuerdas?’ El de siempre, dice. De siempre de cuando no teníamos ni veinte años, que no sé a qué viene ahora volver atrás en el tiempo».

El eco de sus pasos resuena por las callejuelas solitarias. Sin detenerse, mira el reloj en su muñeca derecha.

«Y encima, llego pronto». Escucha voces que hablan alto y se ríen. Mira hacia atrás y acelera el paso. «Tenía que haber pillado un taxi». Se le tuerce ligeramente un pie por el empedrado de la vieja calle. «Sólo me faltaba romperme el tobillo. Menos mal que no me puse tacones».

Sabe que ya casi ha llegado. Al girar la esquina, distingue la fachada del bar, a pesar de la oscuridad.

«¡Jesús! ¡Qué mal ha envejecido esta calle! ¿Era tan estrecha? Yo la recordaba más amplia. Supongo que la juventud ya no viene de marcha por esta parte de la ciudad. Uf, cuando veníamos aquí, íbamos de bar en bar, siempre había gente en la calle».

Entra para comprobar si Merce ha llegado ya. No la ve; espera fuera.

«Hasta parece que hay menos luz. ¿O será que, con la edad, todo me parece peor?» Saca el Zippo de su pequeño bolso, pero no saca un cigarro. «Da vértigo pensar en el tiempo que ha pasado desde que frecuentaba esta zona. Oye, que estoy hablando de décadas, ¡décadas! Hay menos luz. No es que me lo parezca, es que han quitado un par de farolas. Con esta poca luz y sin gente charlando en la puerta de los bares, todo parece más lúgubre. ¡La farola de la esquina! Ahí había una farola. Me acuerdo, vaya si me acuerdo». Sonríe con nostalgia reviviendo imágenes en su mente. «Después de la caminata, ahora parece que refresca al estar quieta».

Se pone el chal sobre los hombros. Lo sujeta a la altura del pecho con la mano derecha, la que todavía sujeta el Zippo, mientras saca la corta melena por encima del chal con la mano izquierda. La escasa luz se refleja en su pelo. Juana mira a ambos lados; aún no ve a su amiga.

«La farola. Cómo no recordarla. Mi primer beso fue ahí. Él se llamaba… Coño, se me ha olvidado». Vuelve a mirar el reloj. «He llegado muy pronto y la Merce siempre llegaba tarde. Ramón… Ramiro… Empezaba por R, de eso estoy segura. ¡Roberto! Qué bueno estaba el cabrón. Y aquí mismo, a la puerta de este bar, Raúl me pidió para salir. Otro nombre con R. ¿Qué habrá sido de ellos? Debería entrar. De todos los bares a los que íbamos, en este es donde me pasaba todo lo bueno. ¿Por qué habrá querido la Merce que nos veamos precisamente aquí?»

Juana da vueltas al Zippo, levanta la tapa, lo enciende, baja la tapa. Da unos pasos por no estar quieta, pensando si entrar ya. Mira con desagrado la pared que tiene detrás, tan sucia, tan oscura. «Puede que sea porque es de noche y es un día entre semana, pero yo creo que no, que si vengo de día o un sábado por la noche, la calle y las fachadas de los bares van a verse igual de decadentes. ¿He envejecido yo igual de mal? He engordado, vale, pero no estoy decadente ni lúgubre como esta zona».

Un hombre sale del bar y se queda en la puerta, al otro lado. No se espera ese cambio de temperatura, por eso encoje un poco los hombros y cierra el cuello de su fina cazadora de cuero con las dos manos. Ha visto a Juana, pero no la mira.

Mete la mano derecha en el bolsillo de la cazadora, ya gastada por el uso de años, para sacar una cajetilla de tabaco. Saca un cigarro y guarda la cajetilla. Deja la mano en el bolsillo, buscando el mechero. Mete la mano izquierda en el otro bolsillo de la cazadora; después, las dos manos palpan el exterior de los bolsillos de los pantalones con suaves toques. Hace lo mismo con los bolsillos del pecho de la cazadora. Antes de meter la mano en el bolsillo interior para sacar el mechero que acaba de encontrar, el hombre se fija en Juana, que está buscando su pitillera en el bolso, pero no la encuentra. La observa con disimulo unos segundos.

«Vaya, tiene mechero. Bonito vestido, con esa tela que resbala. Uf, y encaje negro en el escote; me gusta. Tiene una mirada triste. Ha mirado el reloj; seguro que está esperando a alguien. ¿A su marido, a su novio? Yo le pido fuego y a ver qué pasa».

Sin moverse de su lado de la puerta, el hombre llama la atención de Juana y le pide fuego. Juana, cerrando su bolso, le pregunta si tiene un cigarro. Él se acerca para dárselo. Al guardar la cajetilla, deja la mano en el bolsillo y espera a que Juana encienda su cigarro primero.

Ninguno de los dos se mira mientras ella levanta la mano para encender el cigarro de él, que se encorva un poco para alcanzar la llama. Está acostumbrado.

Dice algo para empezar una conversación. Habla de la oscuridad, de lo alegre que era la calle hace años, cuando él iba por ahí. Ella le mira a los ojos y sonríe por primera vez, una sonrisa pequeña, tímida, por no parecer antipática. La conversación fluye animada hablando de los viejos tiempos y los dos están cómodos.

Merce envía un mensaje diciendo que va a llegar tarde. Juana se alegra. En ese bar, le siguen pasando cosas buenas.


Isabel Veiga López

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Dos libros (Volver a entender, A Friend of Dorothy Again), dos marcapáginas, en la arena, al lado de una estrella de mar.

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