Surtidores de recuerdos

Mi intención era parar en la primera gasolinera que viese por el camino, pero me puse a pensar en la variedad de precios y he acabado en la de siempre, aunque eso me ha hecho desviarme de mi camino. No tengo prisa, sólo me apetece disfrutar del día y de su estupenda temperatura dando un paseo con mi vieja amiga, así que hacer un par de kilómetros más no me importa.

Al ser un día entre semana, no hay apenas cola en los surtidores y no tengo que esperar mucho. Menos mal, porque estar bajo el sol con la cazadora puesta no me hace ninguna gracia. Por pasar el rato, mientras reposto, intento calcular cuántos años llevo viniendo a esta pequeña gasolinera. Siempre ha sido la más barata, a veces con una diferencia importante, y está en el parking de un centro comercial, lo que la hace más accesible que otras y un punto de encuentro cuando quedamos en grupo.

En el surtidor de al lado se para un Citroën verde oscuro y, de pronto, los recuerdos me asaltan para ayudarme a hacer un cálculo exacto y sentimental. No me puedo creer que esté sintiendo nostalgia en una gasolinera, qué tontería. Ese coche me ha traído a la memoria las primeras veces que empecé a venir aquí con mis padres y su recién estrenado Xsara familiar a finales de los ’90. Qué contentos estaban, no dejaron de sonreír en todo el día proponiendo sitios para visitar. Era su primer coche nuevo. Los dos anteriores habían sido de segunda mano, pero éste lo sacó mi padre del concesionario. Bueno, en realidad lo sacó mi madre porque él quiso que fuese ella la que hiciese los honores. Yo tenía unos diez años, pero esos recuerdos se mantienen muy vívidos en mi “rincón de momentos que no debo ni quiero olvidar”, con sonidos y olores incluidos. El color, verde oscuro, lo había elegido mi madre y, en mi opinión, acertó. Mi padre decidió que fuese un familiar para tener un maletero grande como un armario ropero. Siempre me gustó ese coche, por amplio, fiable, cómodo, verde. Por eso yo también tengo un Xsara, aunque no tan antiguo, claro, y mis padres siguen manteniendo el suyo, que todavía está estupendo.

No tardo mucho en repostar -mi vieja amiga no tiene un depósito muy grande- y me voy hasta la cabina a pagar. Cuando venía con mis padres y su coche nuevo con olor a esfuerzo, a logros conseguidos, a satisfacción, todavía pagábamos en pesetas contándolas por miles. Ahora es en euros y no llegamos ni a 100, pero es mucho más cara. No me hago a la idea de que hayan pasado ya tantos años, unos 20, pero es lo que ocurre cuando te pones a pensar e intentar calcular qué edad tenías.

Cuando vuelvo al surtidor, el Citroën aún sigue ahí y veo a una niña de unos diez años en el asiento trasero, riendo, hablando con su madre que está delante. Su padre le pone caras raras por la ventanilla trasera mientras reposta. Se les ve contentos, como nosotros cuando estrenamos el coche. Por curiosidad, miro su matrícula mientras guardo la cartera en la maleta de mi vieja amiga, mi moto, y es un Xsara nuevo, cómo no. Al menos no es un familiar; sería mucha coincidencia.

No puedo evitar preguntarme si mis hijos se acordarán también de estos momentos con una sonrisa. Todavía son pequeños para acompañarme en dos ruedas, pero han venido ya muchas veces aquí en el coche. Supongo que, al igual que yo en su momento, no le dan importancia a una gasolinera. Es más, incluso a mí me cuesta creer que tenga la mirada húmeda en un sitio así.

Me subo a mi moto intentando que no se me empañen los ojos con las lágrimas. Con calma, me recojo un poco la melena para ponerme el casco, aunque sé que voy a acabar despeinada, como siempre. Mientras me ajusto los guantes veo que la niña me mira atentamente, me sonríe y me saluda con la mano, igual que hacía yo de pequeña. Quién sabe, tal vez también sea motera como yo en cuanto tenga ocasión.

Foto: pixabay.com


Isabel Veiga López

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Dos libros (Volver a entender, A Friend of Dorothy Again), dos marcapáginas, en la arena, al lado de una estrella de mar.

 

 

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