Soy rubia

Soy rubia. No una rubia de esas a las que se les oscurece el pelo con el paso de los años, no. Mi pelo sigue siendo rubio rubio a mis taitantos años. Aunque parezca una tontería, es algo con lo que hay que aprender a vivir. Si viviese en Finlandia, no tendría problemas, pero aquí… Me paso la vida escuchando tooodos los chistes y comentarios acerca de rubias y su ausencia de inteligencia. Menos mal que tengo sentido del humor y, aun siendo rubia, pillo los chistes -a veces-. Mi propio hermano se dedica a mandarme correos con todas las tonterías que encuentra sobre rubias. Qué le voy a hacer, es mi destino en esta vida.

Quisiera poder decir que esta leyenda urbana de que somos tontas no es cierta, pero ha habido épocas y situaciones en las que lo he dudado… o me han hecho dudar. Me he fijado en que cuando a una morena le ocurre algo absurdo, no pasa nada, pero cuando me ocurre a mí todo el mundo se apresura a decir «rubia tenías que ser», por eso acabé pensando si será verdad ese mito. Menos mal que siempre hay alguien que me dice «no te preocupes, yo no soy rubia y me pasó esto y lo otro»; realmente me ayuda a no sentirme un bicho raro.

Tengo que reconocer que ser tan rubia y con ojos azules me hace vivir situaciones simpáticas. Me confunden con una extranjera más veces de lo que yo quisiera; quizás por eso estudié inglés, para poder entender lo que me decían. En una ocasión, llegué a la estación de tren y vi que había mucho revuelo. «¿Habrá pasado algo?», pensé. Ya era la hora de salir, pero el tren no arrancaba. Descubrí la razón tan importante que hacía que un tren saliera un par de minutos tarde, cuando vi salir del bar de la estación al maquinista diciendo:

—¡Hamilton se ha salido en una curva!

Ah, bueno, la carrera de Fórmula 1, motivo más que suficiente para que un tren se retrase, cómo no… Qué país. Por un momento llegué a pensar que no nos iríamos hasta que acabase la carrera, pero no fue así.

Salimos, al fin, pero, en el tren, el caos no era muy distinto al de la estación. La gente iba y venía por los pasillos con sus MP3-radio y sus móviles-radio a mano alzada intentando conseguir cobertura. No me parece muy normal moverte buscando señal si ya estás en un vehículo en movimiento, pero sólo es una opinión de rubia, así que puedo estar equivocada. Yo me senté, tranquila, con mi MP3, escuchando música y leyendo un libro, ajena a la carrera, a Hamilton y a su curva cuando de pronto escucho a alguien decir:

—Te compro la pila.

Levanté la vista y vi a un chico, de pie frente a mí, que al mirarme a los ojos debió confundir mi expresión de «¿eh?, ¿es a mí?» por «mi no entender», pues me dijo, a la vez que hacía mímica:

—I buy your pila… your… paila.

Sonreí mientras me quitaba los cascos y le dije:

—Sí, te la doy.

Suspiró aliviado por no tener que echar mano otra vez de sus dotes bilingües. Saqué la pila/paila de mi MP3 y se la di mientras le daba una lección gratis de inglés.

—Por cierto, pila en inglés es battery.

—Si, eso… battery, paila —dijo riéndose. Después de darme las gracias, en español, se fue a disfrutar de lo que quedaba de carrera.

Durante una pequeña época de mi vida, me molestaban estos equívocos. No me gustaba que me prejuzgaran por mi aspecto. Por ser rubia, ya tenía que ser extranjera y, además, tonta, porque daban por sentado que no había aprendido español. Fue una niñería enfadarme por eso, así que decidí aceptarlo -como si tuviese elección- y, hoy por hoy, incluso me lo paso bien con estas situaciones. Acumulo anécdotas para contar en reuniones familiares.


Isabel Veiga López

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