Zombi Durmiente

Comer y dormir han sido siempre mis dos grandes aficiones en la vida. Había quien se atrevía a decirme «ya descansarás cuando mueras», pero ¿y la comida? Despertarme para comer, comer para dormir, y, entre medias, trabajar, socializar… Esas cosas que hay que hacer con nuestra vida, pero con calma, sin prisas. No era pereza, era falta de ganas, o de motivación, vaya usted saber, pero vaya usted, que a mí no me apetece.

Cuando los muertos empezaron a salir de sus tumbas de esa manera que nunca te explican las pelis porque parece súper obvia (salen de la tierra, así, sin más, ¿y la tapa del ataúd?), los humanos tuvimos que espabilar para sobrevivir. Es decir, tuvimos que estar más despiertos, más atentos, más rápidos. Todas esas cosas que a mí me provocaban sarpullidos. No es que los zombis fuesen veloces, pero, por si acaso, había que andar ligeritos para que no te pillasen. Eso sí, tenían una fuerza que lo flipas porque eran capaces de mover lápidas de piedra con sólo empujarlas con los dedos de la mano, o los huesos de sus huesudas manos. Lo bueno es que, como ellos no comían comida, quedaba más para nosotros, pero había que hacer malabares para poder conseguirla porque con tanto imbécil que la sociedad había creado, los cerebros pensantes como el mío se cotizaban bastante alto. Los zombis podían oler esos fluidos extras que da el esfuerzo de pensar.

También había zombis gilipollas, por supuesto. Quienes lo habían sido en vida, no dejaban de serlo en muerte. Las cosas eran fáciles y divertidas con ellos porque sólo teníamos que poner carteles con informaciones falsas para dirigirlos a donde nos daba la gana. Es decir, algo así como Facebook con sus publicaciones compartidas que nadie comprueba, pero que todo el mundo comparte y se cree. Pues eso. Dibujábamos una puerta en un muro y escribíamos “¡Cerebros gratis! Volvemos en cinco minutos”, y nos echábamos unas risas a costa de los gilizombis que se quedaban ahí durante días esperando.

No tardé mucho tiempo en agobiarme por no poder dormir todo lo que quería, por no poder comer en cualquier sitio a cualquier hora sin tener que moverme como un ninja por la ciudad para no ser descubierto y, por lo tanto, no tener que correr. Correr, ugh, todavía me dan escalofríos al pensarlo. Bueno, la verdad es que podía seguir durmiendo porque no entraban en las casas. Un picaporte era mucha tecnología para ellos, por eso siempre golpeaban las puertas, aunque con desgana. Ni siquiera me molestaba en poner la cadenita o echar la llave, porque eso era ya como magia para ellos.

El caso es que una noche, una de esas en las que yo no había podido dormir mucho porque tenía hambre, pero la despensa estaba casi vacía, tuve que salir para poder satisfacer uno de mis vicios y ser así capaz de satisfacer el otro. Tener hambre y sueño no es buena combinación cuando puedes morir en el intento de conseguir comida.  Fue esa noche cuando pensé «qué demonios, total tengo que morir alguna vez y los zombis no corren, no necesitan dormir todo el día ni comer a todas horas», así que durante la lucha perdí, pero feliz.

Maldita sea, me equivoqué. Resulta que, al menos en mi caso, y me consta que soy un caso extraño, cuando me morí no perdí mi esencia.  Todos mis anhelos como humano se quedaron atrapados en mi cuerpo y siguen exigiendo que los satisfaga, así que ser zombi no es la vida fácil que yo esperaba. Sigo teniendo sueño y hambre. La única ventaja es que no tengo que correr detrás de gente viva más rápida que yo porque puedo seguir comiendo lo que quiero, incluso caducado. Soy el único zombi que, literalmente, se puede morir de hambre. Irónico. Me quedo dormido en casi cualquier sitio, los vivos me echan monedas porque me confunden con un vagabundo. Para poder dormir y no tener que ir a buscar comida, he convencido a un repartidor zombi para que me traiga la comida y así él tampoco pierde su esencia humana. Al no tener cerebro, ha sido una presa fácil del convencimiento y me ahorra mucho esfuerzo. Los picaportes son un pequeño inconveniente, pero estoy avanzando.


Isabel Veiga López

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Dos libros (Volver a entender, A Friend of Dorothy Again), dos marcapáginas, en la arena, al lado de una estrella de mar.

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